Teresa García y Paco Álamos, en representación de la iniciativa Iglesia por el Trabajo Decente. Responsable de Difusión y de Compromiso de la HOAC, respectivamente. Publicado en la revista Ecclesia (pdf).
En el año 1999 Juan Somavia, director general de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) presentó la memoria Trabajo Decente introduciendo este concepto con cuatro objetivos estratégicos: los derechos del trabajo, las oportunidades de empleo, la protección social y el diálogo social. También, el logro de metas amplias como la inclusión social, la erradicación de la pobreza, el fortalecimiento de la democracia, el desarrollo integral y la realización personal. Se establecían así los estándares internacionales que debe reunir una relación laboral para que el trabajo se realice en condiciones de libertad, igualdad, seguridad y dignidad humana. “Libre, creativo, participativo y solidario”, diría Francisco (EG).
Un año después, en un significativo 1º de Mayo, san Juan Pablo II con ocasión del Jubileo de los Trabajadores y la necesidad de “globalizar la solidaridad” lanzó un llamamiento para “una coalición mundial a favor del trabajo decente”. Más tarde, en 2008 la Confederación Sindical Internacional (CSI) convocaba para el 7 de octubre la primera Jornada Mundial por el Trabajo Decente, cita reivindicativa por un compromiso mundial con el trabajo decente. El trabajo decente debe ser la “cuestión social” central de las acciones gubernamentales para recuperar el crecimiento económico y construir una nueva economía mundial que dé prioridad a las personas. Finalmente, el papa Benedicto XVI concretaba su significado en Caritas in veritate, 63 (2009): “Un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación”.
Con este misma finalidad de lucha por el trabajo decente, representantes de organizaciones de inspiración católica y de congregaciones religiosas, se reunieron en Roma (2014) con la Santa Sede y la OIT, con el objetivo de colocar explícitamente el “trabajo decente para todas las personas» entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. En España (mayo de 2015) representantes de las organizaciones de ámbito eclesial: Justicia y Paz, Cáritas, CONFER, JEC, JOC y HOAC acuerdan, poner en marcha la iniciativa Iglesia por el Trabajo Decente (ITD) para apoyar y difundir eventos relacionados con la defensa del trabajo decente, como es el caso de esta Jornada; visibilizar y denunciar la situación de desigualdad en el acceso al trabajo decente y la pérdida de derechos laborales y sociales que esto supone.
En efecto, no podemos dejar sin respuesta el sufrimiento humano, hoy todavía más visible, resultante, tanto de estructuras injustas como del egoísmo de las personas, que dan lugar a formas de trabajo precario o mal remunerado, del tráfico de seres humanos y de trabajo forzado, de variadas formas de desempleo juvenil (falsos autónomos) y de la extorsión a la migración forzada.
Ninguna acción es demasiado grande o demasiado pequeña para celebrar esta Jornada: puede tratarse de una mesa redonda, una manifestación masiva, una carta de protesta, una concentración…, un gesto de la ciudadanía para exigir a los Gobiernos políticas que den respuesta al llamamiento de los trabajadores y trabajadoras que reclaman salarios decentes, empleos seguros y sin riesgos, y que deje de ser la codicia corporativa la que establezca las reglas de la economía. Esto implica asegurar que los salarios mínimos sean suficientes para garantizar un nivel de vida digno que los trabajadores y trabajadoras puedan acogerse al derecho de afiliarse a un sindicato y negociar colectivamente.
La apuesta por el trabajo decente es el empeño social porque todas las personas puedan poner sus capacidades al servicio de los demás, como también nos lo recuerda la Conferencia Episcopal Española: “Un empleo digno nos permite desarrollar los propios talentos, nos facilita su encuentro con otros y nos aporta autoestima y reconocimiento social y también que, es la comunidad política la que tiene la responsabilidad de garantizar la realización de los derechos de sus ciudadanos, tales como el derecho al trabajo digno, a una vivienda adecuada, al cuidado de la salud, a una educación en igualdad y libertad” (Iglesia, servidora de los pobres)
El empleo sigue estando lejos de ser un derecho que garantice la dignidad de la persona, la indecente precariedad se traduce en vidas truncadas, vulnerables y violentadas; en personas explotadas, heridas y quebradas. Estas personas no necesitan nuestros diagnósticos, necesitan nuestro aliento, cercanía, acompañamiento… y, sobre todo, justicia, por ser hijos e hijas de Dios. Para colmo, en estos tiempos convulsos que nos ha tocado vivir, el coronavirus ha puesto en evidencia nuestra fragilidad y pone más a las claras y agudiza, un problema ya existente, dejando al descubierto los efectos perversos de un sistema económico que “mata” (EG, 53) y en la que subyacen otras crisis: ecológica y de cuidados, al igual que una profunda involución social donde muchos trabajadores sobran en un sistema que no los necesita.
Cuando vemos esta realidad en rostros concretos de personas cercanas, nos viene a la mente el viejo y sabio refrán que “a perro flaco, todo se le vuelven pulgas” que es otra forma de decir que “las desgracias nunca vienen solas”, que cuando alguien se encuentra débil y vulnerable le surgen mayores dificultades, cebándose en los más empobrecidos, y dando lugar a crear un clima social de resignación “esto es lo que hay” o peor aún, de culpabilizar a las y los trabajadores “no tienes mérito”, “no saben lo que quieren… no quieren trabajar” al no aceptar condiciones que denigran la sagrada dignidad de la persona.
“No hay peor pobreza material que la que no permite ganarse el pan y priva de la dignidad del trabajo”. “El desempleo juvenil, la informalidad y la falta de derechos laborales no son inevitables, son resultado de una previa opción social, de un sistema económico que pone los beneficios por encima de la persona”. Son algunas de las palabras del papa Francisco sobre el trabajo y su centralidad para la vida de las personas.
En esta situación que estamos viviendo, en las que priman el individualismo, la insolidaridad y la indiferencia, tenemos la obligación moral de preguntarnos: ¿Qué podemos hacer para humanizar esta realidad?, el reto de responder, que pasa necesariamente por una conversión integral, nos dará una oportunidad para ser mejores personas y sacar lo bueno de esta situación. Tenemos que aprender a compartir para crecer juntos, sin dejar fuera a nadie. La pandemia nos ha recordado que todos estamos en el mismo barco. Darnos cuenta que tenemos las mismas preocupaciones y temores comunes, nos ha demostrado, una vez más, que nadie se salva solo, siguen haciendo falta hombres y mujeres comprometidas en esta causa, «necesitamos movernos en comunidad», promoviendo el aunar esfuerzos.
El trabajo compartido de todas las realidades eclesiales que formamos ITD, colaborando también con otras organizaciones sociales, en la defensa del trabajo decente y la dignidad del trabajo, es una tarea apasionante que nos humaniza y nos sitúa “en salida”. Necesitamos tener en el horizonte la utopía para acompañar a los empobrecidos del mundo obrero y del trabajo, en la denuncia de esa realidad sufriente y en el anuncio de la buena noticia de Jesucristo y su proyecto de humanización.
¿Y tú, te mueves por el trabajo decente?