Sebastián Mora Rosado, profesor de Ética Social de la Universidad Pontificia Comillas.
El mundo del trabajo está cambiando a un ritmo acelerado. Los cambios e innovaciones tecnológicas, la compleja y desigual evolución demográfica del mundo, la aceleración de los mercados, la crisis global de la política como mecanismo de protección de los derechos humanos, la crisis ecológica afectan de manera estructural al mundo del trabajo y a las personas trabajadoras produciendo un descuido indecente de la condición humana y planetaria.
Las nuevas tecnologías, que aparecían como un relato de la economía de la esperanza, trabajo para todas las personas con menor esfuerzo, parecen convertirse en un proceso de “refeudalización” (Dosi y Virgillito) de las sociedades occidentales en el que las élites presentes y potenciales gestionan un feudo para provecho propio y no para el cuidado de la justicia. No es casualidad el incremento constante de las desigualdades en un contexto de profunda digitalización y automatización del mundo.
La Organización Internacional del Trabajo afirma que el 70% de los trabajadores y trabajadoras del mundo están expuestos de manera significativa a los efectos del cambio climático (calor, efectos meteorológicos extremos, contaminación atmosférica, etc.). El descuido del planeta, el olvido de la profunda ecodependencia produce un intenso descuido de las personas trabajadoras.
El creciente individualismo también se despliega en el mundo del trabajo siendo el “virus más difícil de atajar”, como afirmaba el papa Francisco en Fratelli tutti, para un mundo que cuide la fraternidad universal. El trabajo cada día se desarrolla más como praxis individual sin contextos compartidos ni asociaciones comprometidas con el cuidado y el sentido del trabajo. La aparición de la llamada autoexplotación (Han), con la aparición constante del síndrome del extenuado en el mundo laboral, produce personas que se autodevalúan y autodiscriminan exculpando a los elementos estructurales del mundo del trabajo.
La forma más eficiente de poder pretende que las personas se sometan por sí mismas a las estructuras de dominación. En lugar de constreñir por sumisión, al modo clásico de explotación, nos hace dependientes por la autopercepción. El régimen disciplinario consigue colonizar nuestras “almas” para que ejercitemos un continuo descuido de nuestro ser en orden a la productividad, el rol social y la percepción del entorno. Nunca somos lo suficientemente buenos para vivir en paz. En este contexto parece que desarrollar una actividad laboral en un entorno social seguro, con condiciones aceptables se convirtiera en un privilegio personal inaceptable. Hay que dar más, hay que emprender más, hay que esforzarse más para vivir en una guerra pacífica consigo mismo y con la sociedad.
El mundo del trabajo necesita un nuevo imaginario que pueda romper con el descuido antropológico de las nuevas tecnologías, el descuido ecológico que sobrepasa los límites planetarios afectando a la condición humana de las personas trabajadoras y con la autoexplotación que nos infligimos en el mundo acelerado y competitivo que nos movemos. Si seguimos pensando, con Juan Pablo II en Laborem exercem, que el trabajo es “la clave esencial de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre” (LE 3) necesitamos una revolución de los cuidados. Revolución que es política, social y personal. Revolución que nos permita desplegar el poder de la decencia en el trabajo en contextos de indecencia colectiva.
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Artículo publicado en La Razón